UNAMUNO
Aquella
noche, aquella fatídica noche en la que se fue Raimundo pude ver a Concha,
mi esposa, abrazándole y gritando
“¡hijo, mío! ¡Hijo, mío!” Me vestí y me puse a deambular por la zona antigua
con estupefacto y con lágrimas en los ojos. Cuando llegué a la calle San Pablo
y vi la majestuosidad de San Esteban entré para refugiarme aquí. En este
claustro encontré paz, meditación y reflexión durante tres días. Los frailes
dominicos me acogieron y cuidaron de mi dolor. Aunque traje papel y pluma, nada
pude escribir. Lo intenté, pero cada vez
que escribía una frase arrugaba las hojas
formando pelotas de papel que
quedaban dispersadas por todo este claustro de aljibes. Esas pelotas de papel
fueron mis más descarnadas obras papirofléxicas, sin precisión, sin matemáticas
dobleces… La cocotología del dolor
regaba estos suelos
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